Había una vez en las afueras de un pequeño pueblo, dos
casas vecinas. En una, vivía un afortunado y acaudalado agricultor.
Estaba rodeado de sirvientes y tenía acceso a todo lo que
pudiera ocurrírsele.
En la otra, una casucha humilde, vivía un viejito de hábitos
muy austeros, que usaba gran parte de su tiempo en trabajar la tierra y orar.
El viejo y el rico se cruzaban diariamente y cambiaban unas
pocas palabras en cada encuentro. El rico hablaba de su dinero y el viejo
hablaba de su fe.
—La fe... –se burlaba el rico— Si como dices, tu Dios es tan
poderoso ¿por qué no le pides que te envíe suficiente como para no pasar las
privaciones que atraviesas?
—Tienes razón –dijo el viejo y se metió en su casa..Al día
siguiente, al cruzarse, el viejo tenía una cara de felicidad como pocos.
—¿Qué te pasa, viejo?
—No es que me pase nada. Pero siguiendo tu consejo, le pedí a Dios esta mañana que me enviara cien monedas de oro.
—Ah, ¿sí?
—Sí, le dije que como yo había sido un buen hombre
respetuoso de sus leyes, me merecía un premio y que elegía las monedas. ¿Te
parece excesiva la cantidad?
—No importa que me parezca a mí –dijo el rico, burlonamente—.
Lo que importa es que no le parezca demasiado a tu Dios, quizás él crea que tu
premio es de veinte monedas o cincuenta u ochenta o noventa y dos,
¿quién sabe?
—Ah, no, Dios puede decidir si yo merezco el premio o no,
pero mi pedido fue claro. Yo quiero cien monedas. No aceptaré veinte, ni
treinta ni noventa y dos. Yo he pedido cien y no tengo dudas de que, si mi buen
Dios se puede ocupar de mi pedido, lo hará. El no regateará conmigo. Y yo no
regatearé con Él. Cien es el pedido y cien Él mandará. Yo no pienso aceptar que
mande ni una moneda menos.
—Ja, ja, tú sí que eres exigente –dijo el hombre rico.
—Así como él me exige, yo le exigiré –dijo el viejo.
—Yo no te creo capaz de rechazar veinte o treinta monedas
que te mande tu Dios, sólo porque no son cien.
—Pues rechazaría cualquier suma inferior a cien. Sin
embargo, si Dios cree que es poco y decide mandarme más, también evitaría
quedarme con el resto.
—Ja, ja, estás totalmente loco y me quieres hacer creer este
cuento de tu fe y tu determinación... ja, ja... me gustaría verte manteniendo
esa postura, ja, ja...
Y cada uno se volvió a su casa.
Al rico, por alguna razón, este viejo lo alteraba.
El no recibiría menos de cien monedas de oro, ¡qué
caradura!
Él debía desenmascararlo. Y lo haría esa misma tarde.
Preparó en una bolsa noventa y nueve monedas de oro y
se llegó hasta la casa del vecino.
Este estaba de rodillas, en actitud de oración y
rezaba:.—Dios, querido, ayúdame en mis necesidades. Creo tener derecho a esas
monedas. Pero recuerda: son cien monedas. No quiero conformarme con lo que me
mandes. Quiero cien exactas monedas...
Mientras el viejo rezaba, el rico subió al techo y mandó las
monedas por el hueco de la chimenea. Luego bajó a espiar.
El viejo seguía de rodillas, cuando oyó el sonido metálico
caer por el hueco de la chimenea. Lentamente se incorporó, se acercó a la
chimenea, levantó la bolsita y le sacudió el hollín y la ceniza.
Después se acercó a la mesa y vació el contenido sobre la mesa.
La pila de monedas apareció ante él. El viejo cayó de rodillas y agradeció al
buen Dios el presente enviado.
Una vez terminada la oración, empezó a contar monedas;
¡noventa y nueve! Eran noventa y nueve monedas.
El hombre rico seguía esperando, preparado para demostrar su
teoría.
El viejo alzó la voz al cielo y dijo:
—Dios mío, veo que tu decisión es cumplir el deseo de este
pobre viejo, pero veo también que en las arcas del cielo no había más que
noventa y nueve monedas y no quisiste hacerme esperar por tan sólo
una moneda. No obstante, tal como te he dicho, no quiero aceptar una moneda más
que cien ni una menos...
“Es un imbécil”, pensó el rico.
—...Por otro lado, eres para mí de absoluta confianza. Por
ello y por única vez, voy a dejar a tu libertad el momento en que me mandarás
la moneda que me debes.
—Traición –gritó el rico— ¡Hipócrita! –y a los gritos golpeó
la puerta de su vecino.
—Eres un hipócrita –siguió diciendo—. Dijiste que no ibas a
aceptar menos de cien y ya estás embolsando esas noventa y nueve monedas como
nada, mentiroso tú y tu fe en Dios.
—No sé cómo sabes de las noventa y nueve monedas – dijo el
viejo.
—Lo sé porque yo te envié esas noventa y nueve monedas, sólo
para demostrarte que eres un charlatán. No aceptaré menos de cien. Ja, ja....—Y
de hecho, no aceptaré. Dios me enviará la última cuándo y cómo Él lo decida.
—El no te enviará nada, porque el que mandó estas monedas,
como te dije, fui yo.
—No discutiré si tú fuiste o no el instrumento que usó Dios
para satisfacer mi pedido. Pero el caso es que este dinero cayó por mi chimenea
mientras yo lo pedía y es mío.
El hombre rico cambió su sonrisa por un gesto adusto.
—¿Cómo que es tuyo? Esta bolsa y estas monedas son mías, yo
las envié.
—Los designios de Dios son incomprensibles para el ser
humano –dijo el viejo.
—Maldito seas, tú y tu Dios, devuélveme mi dinero o te haré comparecer ante
un juez y perderás también lo poco que tienes.
—Mi único juez es mi Dios. Pero si te refieres al juez en el
pueblo, no tengo inconvenientes en poner en sus manos el problema.
—Bien, vamos, entonces.
—Vas a tener que esperar a que compre un carruaje,
porque ahora no tengo y un viejo como yo no puede darse el lujo de peregrinar
hasta el pueblo.
—Nada de esperar. Yo te ofrezco mi carruaje.
—Realmente, agradezco tu actitud. En todos estos años nunca
me habías ayudado en nada. Bien, de todas maneras deberemos esperar que
pase un poco el invierno, hace mucho frío y mi salud no soportaría llegar al
pueblo sin tener un buen abrigo.
—Estás tratando de dilatar el tema –dijo el rico furioso—.
Te daré mi propio abrigo de pieles, para que puedas viajar. ¿Qué otra excusa
tienes?
—En ese caso –dijo el viejo—, no puedo negarme.
El viejo se abrigó con las pieles, subió al carruaje y
partió hacia el pueblo, seguido por el hombre rico, en otro coche.
Llegados allí, el hombre rico se apresuró a pedir audiencia y cuando el juez los hizo pasar, le contó en detalle su plan para desacreditar la fe del viejo, cómo había puesto las monedas, y cómo el viejo se había negado a devolvérselas.
Llegados allí, el hombre rico se apresuró a pedir audiencia y cuando el juez los hizo pasar, le contó en detalle su plan para desacreditar la fe del viejo, cómo había puesto las monedas, y cómo el viejo se había negado a devolvérselas.
—¿Qué tienes para decir, viejo? –preguntó el juez..—Señoría,
mucho me extraña tener que estar aquí, para confrontar con mi vecino por este
tema. Este hombre es el más rico de la ciudad, nunca ha demostrado ser
solidario, nunca ha tenido una actitud caritativa con los demás. No creo que
sea necesario que yo argumente en mi defensa. ¿Quién podría creer que un hombre
avaro como éste va a poner casi cien monedas en una bolsa y las va a arrojar
por la chimenea del vecino? Me parece claro que el pobre hombre me espiaba y al
ver mi dinero, su codicia le hizo inventar esta historia.
—¡Inventar! Viejo maldito –gritó el rico—. Tú sabes que todo
es como yo digo. Ni tú te crees esa patraña de Dios enviándote monedas.
Devuélveme la bolsa.
—Evidentemente, Señoría, el hombre está muy perturbado.
—Claro, me perturba que me roben. Te exijo que me des esa
bolsa.
El juez estaba asombrado, los argumentos de ambos lo
obligaban a tomar una decisión, pero ¿cuál sería la justa decisión?
—Devuélveme mi dinero, viejo tramposo –decía el rico—, ese
dinero es mío, sólo mío.
En un momento, el rico saltó la baranda de madera que los
separaba e intentó, fuera de sí, arrebatar la bolsa al viejo.
—¡Orden! –gritó el juez— ¡Orden!
—Lo ve, señor Juez. La codicia lo enloquece. No me
extrañaría que, si consigue la bolsa empezara a decir que también el carro en
el que vine es suyo.
—Claro que es mío –se apresuró a decir el rico—, yo te lo
presté.
—Lo ve usted, Señoría. Lo único que falta es que quiera ser
el dueño de mi propio abrigo.
—¡Por supuesto que soy el dueño! –gritó, ya descontrolado,
el rico—. Es mío, todo es mío: la bolsa, el dinero, el carruaje, el abrigo...
todo es mío... todo.
—¡Alto! –dijo el juez, que ya no tenía dudas.
—¿No te da vergüenza querer sacarle lo poco que tiene este
pobre viejo?
—Pe... pero....—Sin peros. Eres un codicioso y un
aprovechador –siguió el juez—. Por haber intentado estafar a este pobre viejo,
te condeno a una semana en la cárcel y a pagarle a tu vecino quinientas monedas
de oro en compensación.
—Perdón su señoría –dijo el viejo—. ¿Puedo hablar?
—Sí, anciano.
—Yo creo que el hombre ha aprendido la lección. Yo te pido,
a pesar de ser mi adversario, que le levantes la condena y que le impongas sólo
una multa simbólica.
—Eres muy generoso, anciano. ¿Qué propones, cien monedas
más, cincuenta?
—No, señor juez, yo creo que con sólo una moneda será
suficiente castigo.
El juez golpeó con su martillo la mesa y sentenció:
—Gracias a la generosidad de este hombre y NO porque sea el
deseo de la corte, se impone al acusador una simbólica multa de una moneda de
oro, que deberá ser pagada de inmediato.
—¡Protesto! –dijo el rico— ¡Me opongo!
—Salvo que el sentenciado rechace esta gentil propuesta de
este buen hombre y prefiera la sentencia no tan benévola de la corte.
El hombre rico, resignado, sacó una moneda y la entregó al
anciano.
—Asunto terminado –dijo el juez.
El rico salió corriendo a su carruaje y se marchó del
pueblo.
El juez saludó al viejo y también se retiró.
Este alzó los ojos al cielo y dijo:
—Gracias Dios, ahora sí, no me debes nada.
De: Jorge Bucay
De: Jorge Bucay
No hay comentarios:
Publicar un comentario