EL AMOR A UNO MISMO


EL AMOR A UNO MISMO

“Si yo no pienso en mí, quién lo hará…
…Si pienso en mi, quién soy”

Autoestima y egoismo son tomados generalmente como términos antagónicos, aunque ambos comparte un significado muy emparentado: la idea de quererse, valorarse, reconocerse y ocuparse de sí mismo.

Sabemos dónde está cada cosa y cada persona que queremos, pero muchas veces no sabemos dónde estamos nosotros. Nos hemos olvidado de nuestro lugar en el mundo. Podemos ubicar rápidamente el lugar de los demás, el lugar que los demás tienen en nuestra vida, y a veces hasta podemos definir el lugar que nosostros tenemos en la vida de otros, pero nos olvidamos cuál es el lugar que nosotros tenemos en nuestra propia vida.

Nos gusta enunciar que no podríamos vivir sin algunos seres queridos. Yo propongo hacer nuestra la irónica frase con la que sintetizo mi real vínculo conmigo:
No puedo vivir sin mí.

La primera cosa que se nos ocurre hacer con alguien que queremos es cuidarlo, ocuparnos de él, escucharlo, procurar las cosas que le gustan, ocuparnos de que disfrute de la vida y regalarle lo más que quiere en el mundo, llevarle a los lugares que más le agradan, facilitarle las cosas que le dan trabajo, ofrecerle comodidad y comprensión.
Cuando el otro nos quiere, hace exactamente lo mismo
Ahora, me pregunto: ¿Por qué no hacer estas cosas con nosotros mismos?
Seria bueno que yo me cuidara, que me escuchara a mi mismo, que me ocupara de darme algunos gustos, de hacerme las cosas más fáciles, de regalarme las cosas que me gustan, de buscar mi comodidad en los lugares donde estoy, de comprarme la ropa que quiero, de escucharme y comprenderme.
Tratarme como trato a los que me quieren.

Pero, claro, si mi manera de demostrar mi amor es quedarme a mereced del otro, compartir las peores cosas juntos y ofrecerle mi vida en sacrificio, seguramente, mi manera de relacionarme conmigo será complicarme la vida desde que me levanto hasta que me acuesto.

El mundo actual golpea a nuestra puerta para avisarnos que este modelo que cargaba mi abuela, “la vida es nacer, sufrir y morir”, no sólo es mentira, sino que además es mal intencionado (les hace el juego a alguno comerciantes de almas).

Si hay alguien que debería estar conmigo todo el tiempo, ese alguien soy yo.

Y para poder estar conmigo debo empezar por aceptarme tal como soy. Y no quiere decir que renuncie a cambiar a través del tiempo. Quiere decir replantear la postura. Porque frente a algunas características de mí que no me guste hay siempre dos caminos para resolver el problema.

El primero, el más común, es la solución clásica: intentar cambiar.

El segundo camino, el que propongo, es dejar de detestar esa característica y como única actitud, permitir que, por sí misma, esa condición se modifique.

Incluso para cambiar algo, el camino realmente comienza cuando dejo de oponerme. Nunca voy a adelgazar si no acepto que estoy gordo.



El ejemplo que siempre pongo es una historia real que me tiene como protagonista:

Yo suelo ser bastante distraído. Cuando tenía mi primer consultorio, muy frecuentemente olvidaba las llaves, y entonces llegaba a la puerta y me daba cuenta de que había olvidado el llavero en mi casa. Esto generaba un problema, porque tenía que ir al cerrajero, pedirle que me abriera, hacer un duplicado de la llave. Era toda una historia.

La segunda vez que me pasó decidí, furioso, que no podía pasarme más. Así que puse un cartelito en el parabrisas de auto que decía: “llaves”. Me subia al auto, veía el cartelito, entraba de nuevo en mi casa y me llevaba las llaves. Funcionó muy bien las primeras cuatro semanas, hasta que me acostumbré al cartelito. Cuando te acostumbras al cartelito ya no lo vez más. Un día olvidé las llaves otra vez, así que le pedí a mi esposa que me hiciera acordar de las llaves. Todas las mañanas ella me decía: “¿Llevas las llaves?”. Pero el día que ella se olvidó, yo me olvidé y, por supuesto, le heché la culpa a ella, pero de todas maneras tuve que pagar el cerrajero.

Un día me di cuenta de que, indudablemente, no había manera; que yo era un despistado y que de vez en cuando me iba a olvidar las llaves. Por lo tanto, hice una cosa muy distinta a todas las anteriores:

Hice varias copias de las llaves y le di una al portero, una al heladero de la esquina (que era amigo mío), otra a una colega que tenía el consultorio a cinco cuadras, enganché una con las llaves del auto y me quedé con una suelta. Tenía cinco copias rondando por ahí.

Este relato no tendría nada de gracioso sino fuera porque, a partir de ese día nunca más olvidé las llaves.

Todavia hoy el portero del departamento de la calle Serrano, cuando me ve, me dice: “No se para que me dio esta llave si nunca la usó”.

La teoria paradojal del cambio dice que solamente se puede cambiar algo cuando uno deja de pelearse con eso.

Y si mi relación conmigo me condiciona tanto por dejar de vivir forzándome a ser diferente, imaginemos cómo condiciona mi relación con los demás creer que ellos tienen que cambiar.

Uno de los aprendizajes ha hacer en el camino del encuentro es justamente la aceptación del otro tal como es. Y eso sólo es posible si antes aprendo a aceptarme.

El enfadarse con el otro por cómo es, significa que, para que yo pueda quererlo, tiene que ser como yo quiero que sea. 

Si tu amiga es impuntual y la esperas una hora cada vez que te citas con ella, no te enojes. ¿Quién te obliga a esperarla? 
Cuando yo espero a alguien que es usualmente impuntual, la razón de mi espera es porque elijo esperarlo y no porque él llegó tarde. 
¿Debo hacer responsable al otro de mis propias decisiones?

Son estilos, maneras de plantear las cosas.

Cada uno espera cuanto quiere esperar.

Tu concepto de la puntualidad es tuyo y yo no lo comparto.

No tienes que ser como yo, pero no me pidas que sea como tú.

Ser adulto significa hacerse responsable de la vida que uno lleva, saber que las cosas que uno vive en gran medida las vive porque se ocupa de que así sea y, a partir de allí, animarme a quererme incondicionalmente, por egoísta que parezca.


Se supone que el egoísmo es patológico cuando va en deterioro del otro, cuando me impide compartir. Pero ¿Por qué el otro se vería dañado y afectado por el hecho de que yo me quiera mucho?

Sabemos ya que el amor no se agota, que mi capacidad de amar es ilimitada y, por lo tanto, que es ridículo pensar que por quererme mucho a mí mismo no me va a quedar espacio para querer a los demás.

El egoísmo es para mí muy poderoso, capaz de revelarnos algunas verdades sobre nosotros mismos. Pero vivimos rechazándolo, lo queremos matar, sin darnos cuenta de que no podríamos vivir sin él.
Amigarnos con nuestro egoísmo, entonces no sólo podremos servirnos de él para engrandecernos sino que podremos volvernos más generosos, más nobles, más sabios, más solidarios y más inteligentes.

Todo lo que cada uno se quiere a sí mismo es poco. Con seguridad, a todos todavía nos falta querernos más.

Ocurre que cuando el individuo se le prohíbe ser egoísta, para encontar un lugar donde quererse, cuidarse y atenderse, se vuelve mezquino, ruin, codicioso, canalla y jodido. El individuo se vuelve despreciable porque cree que tiene que elegir entre él y el otro, y cuando se elige a sí mismo cree que lo hace en contra de su moral. 
La idea que anima a concebir el egoísmo como un deterioro de los otros, es plantearse la vida como una batalla mortal. Pero eso no siempre es cierto. Habrá habido, y seguramente seguirá habiendo, batallas a muerte, pero analizar el mundo de este modo en todo momento es una visión limitada con la cual no comulgo.

Hasta que el individuo no descubre su mejor egoísmo, el poderoso mago dentro de él, no se da cuenta de que él es el centro de su existencia y decimos entonces que está descentrado. Quiero decir, que vive y gira al rededor de cosas externas, que hace centro en otras cosas.

Por supuesto, algunos aspectos de nuestro mundo están compartidos; tú y yo podemos charlar, podemos ponernos de acuerdo y también en desacuerdo, podemos tener espacios en el mundo del otro y espacios comunes a los dos. Pero cuando tú te vas… te vas con tu mundo y yo me quedo con el mío.

Si yo renuncio a ser el centro de mi mundo, alguien va a ocupar ese espacio. Si giro alrededor tuyo empiezo a estar pendiente de todo lo que digas y hagas. Entonces vivo en función de lo que me permitas, de lo que me des, de lo que me enseñes, de lo que me muestres, de lo que me ocultes…
Y, por otro lado, cuando me doy cuenta de que soy el centro del mundo de otro, me empiezo a asfixiar, me pudro, me canso y quiero escapar…

Mi idea del encuentro es: dos personas centradas en ellas mismas que comparten su camino sin renunciar a su centramiento. Si no estoy centrado en mí, es como si no existiera. Y si no existo, ¿Cómo podría encontrarte en el camino?
¿Por qué es tan difícil aceptar esta idea del encuentro?
Porque va en contra de todo lo que aprendimos. Hemos aprendido que si algo para ti es importante, debe serlo también para mí. Porque estamos entrenados en privilegiar al prójimo.
Pero vengo yo, Jorge Bucay, y provoco, escandalizo, pateo la puerta y digo: “¡Para nada! En realidad, lo que yo miro es más importante que lo que mira el otro; mis ojos son prioritarios a los ojos del otro”.

Cada vez que explico este pensamiento, alguien salta indignado: “¡Eso es egocéntrico!”. Y yo digo: “Sí, claro que es egocéntrico”. Como todas las posturas individualistas, esta postura es egocéntrica. Es individualista, egocéntrica y saludable, las tres cosas.
Indefectiblemente, para aprender esta idea del encuentro hay que desandar la otra, la de la dependencia. Se nos mezclan, seguramente, pero hay que seguir trabajando.
Hay que tener el valor de ser el protagonista de nuestra vida. Porque si se cede el papel protagónico, no hay película.

Cuando estamos en una negociación, el otro puede decir muy enojado: “Pero al final tú estás haciendo lo que a ti te conviene”.
Sí, estoy negociando para hacer lo que más me conviene a mí, ¿Para qué otra cosa negociaría?
¿Desde qué lugar negociaría si no me prefiriera a mí antes que a ti?
Negocio con otro porque es imposible hacer todo lo que yo quiero, y si pudiera hacerlo, sin dañar al otro, quizá lo haría. ¿Por qué no?
Puedo quererte y estar dispuesto a ceder un poco porque además de quererme a mí te quiero a ti; pero entre los dos, no hay ninguna duda de que me prefiero a mí.
No se nace sabiendo disfrutar el compartir, tampoco es obligatorio, pero se puede aprender.


Al principio, la música clásica parece medio chirriante, pero después se aprende a escuchar a Tchaicovsky; después ballet; y después, si uno se anima un poquito más, empieza a encontrarle el placercito al barroco; y después empieza a escuchar música sinfónica. Uno va educando su oído y no pierde el gusto por lo anterior.
Cuando no hemos sido entrenados para mirar pintura, vemos un cuadro famoso y no entendemos. Pero así como se aprende a escuchar música, se aprende a entender pintura. Se lee sobre pintura y se aprende a mirar.
La moral también se aprende.
Nadie puede hacer que me guste Goya. Nadie puede obligarme a que me guste Picasso, pero si yo aprendo, si yo crezco, si yo educo mi buen gusto. Va a crecer la posibilidad de que me gusten esas cosas, voy a encontrar aquello que realmente está ahí, par poder extraerlo y disfrutarlo.

Cuanto más disfruto, cuanto más placer soy capaz de sentir, más entrenado está mi amor por mí. Si cuidarte y darte desde el amor me da placer, por qué no pensar que es desde la búsqueda de este placer que yo actúo y ejerzo el amor que te tengo.
Cómo no va a ser así, si el amor por ti proviene del amor por mí.
Hay que darse cuenta de que hay en el mundo personas, cosas y hechos muy importantes, pero ninguno más importante para mí que yo mismo. Porque nos guste o no nos guste, repito, cada uno de nosotros es el centro del mundo en el que vive.

Si en un grupo dices:
- Yo defiendo bien mis lugares porque tengo la autoestima bien elevada.
el otro te dice:
- Oye, qué bien, ¿Quién es tu terapeuta?
En cambio, si dices:
- Yo defiendo muy bien mis lugares porque soy bien egoísta.
El otro te dice:
- ¡Estas loco! Cambia de terapeuta.

Apuesto con todo mi corazón por nosotros. Pero si vas a forzarme a elegir…
Entre tú y yo… yo.

(Jorge Bucay)



No hay comentarios:

Publicar un comentario